¿Qué ocurre cuando las necesidades afectivas de los seres humanos en su primera infancia no se satisfacen plenamente? Esta es la reflexión que llevó a Jean Liedloff a escribir su obra “El concepto del continuum”. Observando a los Yequana, una tribu de la selva amazónica en la frontera entre Venezuela y Brasil, quedó totalmente impresionada por su alegría de vivir, su afectiva forma de convivencia, su extraordinaria capacidad para disfrutar de la vida, y sobre todo, el trato gentil y respetuoso entre hombres y mujeres, entre adultos y niños y estos entre sí. Esto la llevó a preguntarse por qué, esta gente tan carente de recursos, que casi vivían en la edad de piedra, eran sin embargo tan ”evolucionados” afectivamente.
La afectividad y su importancia en los primeros años de vida, es un campo que, sin duda, otros han estudiado anteriormente. Son muchos los autores que han reflexionado sobre el desarrollo infantil y las consecuencias de la privación afectiva. Pero lo singular del abordaje de Jean Liedloff es no haber partido de la observación de nuestras carencias, de lo que nos falta o hemos perdido en nuestro ambiente civilizado, sino de haber arribado, o mejor confrontado, con dichas carencias al encontrarse con un universo donde la nutrición afectiva y los estímulos vitales son abundantes. No estaba en sus intenciones ir a buscar algo preconcebido, buscaba diamantes y encontró algo más precioso que una piedra. Aspectos tales como, armonía emocional, ternura, expresión afectiva, alegría, no son moneda corriente en nuestras grandes ciudades donde importa más el precio que el valor. Ni las religiones que viven hablando de amor pero matan en nombre de Dios, ni las escuelas llenas de autoritarismo, ni las familias donde mamamos la discriminación, son espacios ricos en vitalidad, afectividad, creatividad o sensualidad. Son por el contrario desiertos afectivos, donde se ha roto lo que Liedloff llama el continuum con nuestra evolución como especie, de los cuales no hemos podido extraer esa nutrición primaria esencial para el desarrollo de nuestra identidad.
Para el tipo civilización que hemos creado, esto está lejos de representar un problema. El sistema capitalista actual, al que reproducimos sin parar, vive del desierto afectivo y le interesa extenderlo. Ya que secando las fuentes de satisfacción primaria, como el amor y la ternura, nos vende sus objetos de satisfacción secundaria, como el status, el dinero y todos los objetos de consumo que giran alrededor de estos.
Ese es el camino evolutivo que hemos tomado como civilización. Hemos renunciado a consumar la vida, es decir a gestarla, crearla, para lo cual necesitamos estar nutridos de amor, y hemos aceptado consumir la vida, es decir, considerarla algo ajeno o exterior a nosotros, algo que necesitamos comprar o vender, transformándola en mercancía, objeto de consumo y transacción.
Nosotros somos una civilización etnocéntrica, que no ve en el entorno más que proyecciones de sí misma y cuando observamos otras culturas lo hacemos con parámetros de falsa evolución, del tipo “han llegado a, o están lejos de, ser como nosotros”. Por eso la calidez humana de los Yequana des-centró a Liedloff. Al conocer a los Yequana no se detuvo en lo que a ellos les faltaba (tecnología, infraestructura, etc.) sino en algo que ellos expresaban: una riqueza que no se puede comprar o consumir sino desarrollar y conservar.
Allí comenzó su investigación, que no fue otra cosa que con-vivencia con los Yequana. Solo conviviendo con ellos, es que podía entender, o mejor, dejarse contagiar, de su modo de vivir. En sus cinco expediciones pudo comprender, al fin, que la clave está en el “continuum” evolutivo como especie, que se expresa en el continuum comunidad y en el continuum familia para terminar en el continuum -valga la paradoja- original, el de la relación mamá-bebé, observando que éste regula su proceso gradual de independización, sin que la cultura (como la nuestra) rompa dicho continuum.
Es por eso Liedloff concluye que “Una cultura que exija a las personas vivir de un modo para el que su evolución no las ha preparado, que no llene sus expectativas innatas y que presione por lo tanto, la adaptabilidad de las mismas más allá de sus límites, está condenada a dañar la personalidad de sus miembros”.
Para los facilitadores de Biodanza esto representa un gran desafío y nos genera, si nos abrimos a reflexionar, tremendos interrogantes:
¿Podemos con nuestro sistema reparar la ruptura del continuum?
¿Podemos recuperar aspectos primarios y esenciales que debieron estar en nuestra primera infancia, ahora, siendo adultos?
¿Puede ser el grupo de Biodanza una fuente de recursos afectivos que actúe como las célulasmadre, en la reparación de las heridas afectivas de la identidad?
Y sobre todo,
¿Los facilitadores han recuperado la conexión con el continuum de la vida?
Mi respuesta es que estas cosas son posibles si el facilitador entiende la importancia de la afectividad para la formación de la identidad. Es importante que los facilitadores de Biodanza sepan que generando espacios de nutrición afectiva contribuyen a modificar las pautas culturales de nuestra civilización y así recuperar la capacidad de consumar la vida.
Pero también implica que si no entienden la importancia gravitante de la afectividad para la restauración del continuum, entonces su práctica derivará en hacer de Biodanza un show personal, un viaje egoico que atraiga clientes ávidos de consumo, pero sin modificar nada de su estructura carente.
En Biodanza se puede reconstruir en cada sesión, la trama del continuum, es decir, la red afectiva. Llegamos a Biodanza como seres “normales” (o tal vez sería mejor decir normóticos) cuyas necesidades específicas como especie no fueron satisfechas y a lo largo de la sesión se puede volver a tejer la lenta e invisible urdimbre afectiva, que nos reconecta. Es un proceso lento, que opera dentro de la paradoja regresivo-progresivo, pero en el presente. No es ir atrás para poder ir adelante, eso es solo representación, es buscar aquí y ahora y en el otro, los nutrientes del origen que nos hacen ser lo que somos. Y esto en una matriz grupal, fuente de todo lo que nos afecta. Por eso no interesa hacer solo un cambio individual, es necesario cambiar la matriz cultural que ha generado el ser carente que somos. Y la afectividad es el elemento esencial para ese cambio.
Los pobres líderes de esta civilización juegan un juego suicida, necesitan fomentar la carencia afectiva, porque saben que eso hace a las personas consumidores. Juegan a la trampa de la obsolescencia programada, llevando a grandes masas, como corderos al abrevadero, a consumir siempre “algo nuevo”, (que se hace inmediatamente viejo apenas lo consumimos). Llaman a eso progreso, pero es la transformación del fenómeno humano en cosa de la que ellos mismos no escapan. Según estos parámetros de desarrollo económico y social, los Yequana estarían infinitamente lejos de alcanzar nuestro nivel de vida y vivirían casi en el neolítico. Pero ¿podemos decir que son más pobres que nosotros?
Al leer, El concepto de Continuum, de Jean Liedloff, podemos ver la íntima relación entre desarrollo evolutivo, afectividad y cultura y reflexionar que podemos cambiar el consumir menos pero vincularnos más. Los Yequana nos recuerdan que la riqueza no está en la proliferación de bienes sino en la abundancia de vínculos. Ellos, en su compleja simplicidad, nos muestran que las sociedades humanas pueden ser diferentes a lo que conocemos: pacíficas, afectivas y no violentas. Ese es, tal vez, nuestro gran desafío como facilitadores de Biodanza
Hasta la próxima!
Carlos García